Breve teoría del lector
Para que nuestras palabras sean
legibles, es decir, entendibles, decodificables, alcanzables para un lector
cualquiera, tenemos, en primer lugar, que ponernos en su lugar y sospechar que
nada sabe acerca de lo que estamos por contar. O sea, narramos, contamos, desde lo que el
lector desconoce, no desde lo que nosotros sabemos. Por lo tanto, es muy
importante, para lograr una buena narración, dar la información lentamente, no
toda de un tirón, darla sin confundir al que está del otro lado leyendo.
Es importante (importantísimo),
entonces, no contradecirnos.
Todo esto en el caso de que el
narrador sea uno y sólo uno. Hay veces en que en los textos hay varios
narradores, pero eso, es otro cantar.
PENSEMOS entonces que todo texto
narrativo que escribamos está dirigido a un lector anónimo, que en principio,
desconocemos, pero al que deberíamos poder atrapar con nuestras palabras. Ergo,
somos cazadores de la atención del lector. Busquémoslo y atrapémoslo. Requiere
de nuestro absoluto cuidado, si lo agobiamos o aburrimos puede dejarnos solos
en medio del texto.
Antigua costumbre
Uno de los hábitos más antiguos del
hombre es el de narrar. Se narra alrededor del fuego, a la hora del descanso,
al lado de otros, ya superada la hora de los trabajos diurnos. Se pasa el
tiempo narrando. Se comparte en el acto de contar. Se narra en las paredes de
las cavernas, con colores, en la voz y los gestos, se cuenta percutiendo en las
lonjas de los timbales. Gracias a la lengua nos comunicamos unos con otros, gracias
a ella ofrecemos a quien esté del otro lado un espectro más amplio del complejo
individuo que somos. El otro nos inventa desde lo que sabemos o podemos
contarle. Cuánto mejores seamos en el acto de contar, en la tarea de
expresarnos, mejor será nuestra relación con el mundo. Y viceversa. El mundo
también tiene ganas de contarnos cosas, de ser escuchado, de que tomemos algo
de todo eso que dice para quedárnoslo y guardarlo en algún lugar de la memoria.
Desde la Antigüedad venimos contándonos cosas que
nos pasan: sustos (casi me atrapa el oso
hambriento del bosque), sensaciones (cómo me gusto el color del cielo al
atardecer, qué lindos sonidos surgen de las galerías de hojas amarillentas este
otoño, o qué impecable nos quedó la carne de búfalo que cazamos ayer,
deliciosa), dolores (ay, la astilla que me perforó el talón, no sabés cómo arde; el insecto aquel me hizo brotar
por completo). Contar está en nosotros. En nuestro ADN animal, mamífero y
humano.
Enigma: desafío
¿Hay un motivo aparente para que
algunas historias nos cautiven y nos dejen largo rato pensando en ellas? ¿Hay
una explicación visible y eficaz para afirmar que una historia funciona y es
buena, y otras no tanto? ¿O todo se debe al azar?
Pensemos. Algo de azar debe haber en
ese encanto cazador de mentes y escuchas. La atención no se entrega así porque
sí. La atención es un bien esquivo, no se lo damos a cualquiera. De algún modo,
debemos sentirnos atraídos, convencidos, persuadidos hacia el relato. Si se me
permite la expresión, debemos enamorarnos ciegamente para entregar esa escucha
que todo lo absorbe y todo lo asimila. Esa escucha que recordará
caprichosamente detalles, que valorará el acto mismo del recuerdo con la
nostalgia misma de alguna porción del pasado propio. Cómo olvidar ese huracán que
se lleva a Dorothy y a Totó hasta la tierra de Oz, o el ‘Hasta la vista, baby’
de la escena final de Terminator II. No a todos nos pasa lo mismo con los mismos
cuentos, pero quién no tiene en algún rincón de su memoria al lobo feroz de
Caperucita o al de los tres chanchitos. Lobos feroces abundan, desde la
infancia hasta la madurez.
Frente al enigma de las historias
inolvidables que saben conquistar las memorias de generaciones y generaciones,
me gustaría proponernos un desafío:
el de pensar qué en eso que me conmueve es lo que me conmueve, qué de una
sucesión de hechos narrados de determinada manera es lo que nos traslada a
acomodarnos en el mundo de la ficción sin querer salir de él.
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